Justicia internacional: papel mojado para los gobiernos
lunes 05 de septiembre de 2011 La Corte Interamericana de Derechos Humanos falló a favor de las comunidades cimarrones Saramaka en noviembre de 2007. El Gobierno de Surinam dijo oficialmente en 2008 que asumiría todas las recomendaciones del tribunal internacional. Hoy, 3 años después, nadie ha movido ficha.
Por Paco Gómez Nadal
Los cimarrones (maroons) saben resistir. Lo vienen haciendo desde el siglo XVIII, cuando lograron escapar de las plantaciones holandesas y se establecieron en remotas riberas del río Surinam para ser libres y libremente dar continuidad a su castrada historia africana. Son, como relatan una y otra vez, casi 300 años de resistencia y dignidad que, ahora, la ambición minera y maderera está mermando de manera vertiginosa.
Hay tres naciones cimarrones en Surinam, pero la mayor es la de los Saramaka (o Saramacca), entre 25.000 y 30.000 personas orgullosas de su origen pero amenazadas en su territorio. Una vez más en Suramérica, los derechos territoriales se configuran como el eje de la defensa de uno modelo de vida, el de los pueblos originarios y el de las comunidades rurales afrodescendientes, que pelea de frente con el extractivismo y el desarrollismo impulsado desde occidente.
Hugo Jabini es Saramaka. Nació en Laduani y junto a Wanze Eduards, capitán (máxima autoridad tradicional) de la comunidad de Pikin Slee y de otros 36 territorios maroons, son las cabezas visibles de una lucha que parece infinita, un castigo contemporáneo a la terquedad de aquellos que quieren preservar su forma de vida frente a las formas de acumulación. Ambos, lograron en 2009 el que se conoce como premio Nobel de la defensa ambiental: The Goldman Environmental Prize, y eso hizo que la resistencia cimarrona de Surinam tuviera un poco de oxígeno, un poco de aire mediático internacional que parece haberse esfumado a una velocidad desproporcionada con el tiempo que costó llegar a ese punto.
Antes del Goldman Prize, Eduards y Jabini habían organizado a unas 70 comunidades en la conocida como Asociación de Autoridades Saramaka (ASA, por sus siglas en inglés) para luchar en la arena del sistema interamericano de Derechos Humanos por los derechos territoriales perdidos desde los años sesenta. Primero, la represa de Brokopondo, que da energía a la refinería de aluminio de Suralco y un par de explotaciones mineras de oro, inundó decenas de comunidades Saramaka y obligó a sus habitantes a desplazarse río abajo a nuevos asentamientos después de 250 años de habitar y convivir en sus territorios tradicionales. Después, las concesiones madereras otorgadas por el Gobierno y las que se tomaron por su cuenta los aserradores ilegales. En total, los Saramaka han perdido el 50% de su territorio a cambio de nada, han visto cómo la llegada de las multinacionales y del ‘modelo occidental’ ha hecho merma en las convicciones culturales de sus jóvenes, han presenciado el lento desangrar de la migración del campo a la ciudad…
Triunfo en la Corte Interamericana
“La verdad es que estoy frustrado, tanto luchar, tanta ‘victoria’ aparente, para que no esté pasando nada”. Jabini se confiesa cansado, pero aun dice ser optimista. Habla desde una suntuosa pero oscura sala de reuniones del Parlamento de Surinam, donde ahora ejerce como diputado. Las victorias las consiguieron en la justicia internacional. El ASA interpuso en el año 2000 una petición ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por el acoso de las madereras (aunque ahora el problema se ha complicado por la fiebre del oro). La CIDH, ante la sordera de las autoridades de Surinam, trasladó el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que falló en noviembre de 2007 a favor de los Saramaka exigiendo al Gobierno que reconociera sus derechos territoriales, protegiera sus derechos culturales y resarciera por el irreparable daño causado.
Nada ha pasado. El anterior gobierno de Surinam aseguró en 2008 que iba a asumir el 100% de la sentencia, pero el nuevo ejecutivo surinamés, encabezado por Desi Bouterse -el que fuera presidente militar de facto y líder de la guerra contra los maroons que desangró al país a finales de los ochenta- está dando largas.
“Ahora hablan de una Conferencia Nacional sobre Derechos Territoriales que convocaron para julio, ahora para octubre y, en realidad, no tiene fecha”, explica Justina Eduards, dirigente de la Red de Mujeres Maroons de Surinam. Tanto ella como Jabini consideran que la estrategia del Gobierno es plantear que este es un asunto nacional, no solo de los Saramaka, para al final no hacer nada al respecto.
Y es cierto. El problema de los derechos sobre la tierra en el interior de Surinam es un asunto nacional. Indígenas y cimarrones, un 25% de la población habitan el despoblado y selvático interior del país, pero ven amenazados sus territorios por el avance brutal de la minería ilegal, por las concesiones de minería metálica de miles de hectáreas otorgadas por el Gobierno a empresas canadienses o estadounidenses, y por los madereros y sus motosierras. “La Constitución de Surinam no reconoce la propiedad tradicional así que las comunidades no tienen ni un papel que diga que esas tierras son suyas. Por ley, en este país, toda tierra sin un título de propiedad pertenece al Estado y, por tanto, el Gobierno puede hacer o que quiera con ellas”, insiste Jabini.
Fin de la comunidad, fin de un pueblo
“Creo que el Gobierno no entiende la gravedad del problema. No sólo es que nos estén quitando las tierras, es que están contaminando los ríos con cianuro (las empresas) y mercurio (los garimpeiros), y nuestra gente, los maroons viven de y con la naturaleza. Si acabas con ella, acabas con nosotros”. Renatha Simson trabaja en Moiwana, una organización de Derechos Humanos que lleva el nombre de una pequeña comunidad donde el Ejército realizó una masacre en 1986 que acabó con la vida de 35 civiles cimarrones. Simson está desbordada. Las denuncias de las comunidades sobre la pérdida de territorio son constantes y “la ley de Surinam juega en contra de ellas”.
“El daño es profundo”, continúa Renatha Simson, “los jóvenes, ahora, empiezan a ver sólo dinero y trabajan como empleados de las empresas o como mineros ilegales recibiendo salarios bajos pero que les permite ‘occidentalizarse’. La conclusión es que si los maroons perdemos el sentido de comunidad, 100% ligado al territorio, estamos condenados a desaparecer”.
Sería devastador. Los maroons son una cultura única en Suramérica. Su modelo de protección de los colonizadores y su férrea defensa de su cosmovisión africana no tiene parangón. Mantienen elementos de idiomas de África, que conjugados con otras influencias dan forma a la lengua Sranang Tongo (conocida popularmente como Taki Taki); sus ropas y ceremonias tiene el color y el movimiento de esa África de la que los europeos extirparon a, al menos, 15 millones de personas para esclavizarlas y deshumanizarlas en un proceso de reducción de la autoestima y de la vida que tiene dimensiones genocidas; su forma de vida, comunitaria y comunal, es un dique contra el individualismo y el aislamiento del modelo occidental capitalista. Los cimarones se enfrentan al acoso de las empresas y los buscadores de fortuna, pero también a la discriminación de una parte de la sociedad surinamesa, que los siente orgullosos y “atrasados”, los mismos prejucios que pesan sobre los pueblos originarios de Suramérica.
Hoy, todo está en peligro y la justicia internacional, a la vista de los hechos, es papel mojado ara gobiernos y multinacionales. “Nuestro único camino es hacer ruido fuera para tratar de influir en el país, y seguir negociando con el Gobierno aunque el asunto territorial es innegociable para nosotros”. Hugo Jabini seguirá en la pelea porque si no sentiría que renuncia a lo básico, pero sus esperanzas están mermadas ante la poca efectividad de la sentencia de la Corte Interamericana o de la publicidad que dio al Caso Saramaka la concesión del Goldamn Prize. Mientras, un recorrido por varias comunidades cimarronas desplazadas por la inundación del Brokopondo constata dos realidades difíciles de frenar: que los pequeños pueblos se han convertido en islas rodeadas por las concesiones mineras, en comunidades confinadas que ya no tiene terrenos para cultivar, ni ríos para pescar; y que la mayoría de los jóvenes han optado por dos caminos que los llevan o a Paramaribo, la capital, o a los inmensos y descarados campamentos de minería ilegal donde los garimpeiros brasileños hacen de asesores para estos aprendices de buscadores de las migajas del oro.