El Panamá que duele (1)
lunes 02 de julio de 2012 Al veto a la Ley de Cultura y la amenaza al Casco Antiguo de la ciudad de Panamá, se suman a otros temas de la agenda pública: injustificables insuficiencias presupuestarias, dudoso manejo de la cosa pública, colapso de los sistemas de salud, educación y la justicia, que sin ser los únicos, habitualmente reflejan el deterioro generalizado de nuestra institucionalidad democrática.
Difícil es comenzar, cuando no se tiene la certeza de saber por dónde. Aunque mucha tinta se ha vertido sin agotarlos, el veto a la Ley de Cultura y la amenaza al conjunto monumental del Casco Antiguo de la ciudad de Panamá, se suman a otros temas de la agenda pública: injustificables insuficiencias presupuestarias, dudoso manejo de la cosa pública, colapso de los sistemas de salud, educación y la justicia, que sin ser los únicos, habitualmente reflejan el deterioro generalizado de nuestra institucionalidad democrática.
Pasan los días, trayendo su propia carga de nuevos afanes y una generalizada abulia ciudadana cubre con indiferencia y olvido los ya existentes, amontonándose unos y otros como costra sarrosa sobre nuestra realidad. Mientras, el trasfondo real de la mayoría de ellos permanece ignorado. Impensado de forma estratégica por unos; alimentado e invisibilizado en su dimensión concreta por otros. Ese sustrato común y elemento nutricio de la desdicha social que nos ahoga, es la indiferencia y falta de participación ciudadana.
Que es un fenómeno complejo, justo es decirlo, y también lo es que se nutre de múltiples causas. Pero, no hay en ello causalidad fortuita, sino más bien una: perversa, deliberada, sistémica. El sistema requiere individuos (consumidores), no comunidades. Por ello en todas partes apuntala un individualismo exacerbado en detrimento de la formación de esas imprescindibles comunidades.
Eso duele. Todo lo doloroso que resulte, aceptar sin titubeos, que hemos sido víctimas propiciatorias, silentes, impasibles, cómplices de engendrar nuestros propios males. Un axioma para resumirlo sería: los gobernantes, son todo lo corruptos que los ciudadanos les permitimos ser.
Ese dolor se acrecienta en la constante acumulación de nuevas jornadas de luchas, que sólo proporcionan transitorio alivio o pírricas victorias. Cuánto sacrificio estéril, cuántas vidas valiosas e inocentes inmoladas en el altar de la indiferencia en el cual, muchas veces se da la estocada final a causas dignas. La voz de los muertos se hace eco en los que le sobreviven, al menos así debe ser, pero no siempre lo es. Como si la vida pudiera tasarse en dinero. Hasta el dolor y la miseria humana tienen sus mercaderes: aquellos para los que compensaciones económicas: dádivas exigidas primero, mendigadas luego de la mano del verdugo o de sus amos, constituyen equivalentes de la justicia. Una tragedia más, que con frecuencia solamente sirve de epílogo a la que suscita la última protesta.
Dar la vida por una causa, no es lo mismo que vivir por ella. Es el más sagrado de los derechos del ser humano: tanto la vida, como vivirla, y en ello la cultura juega un papel insustituible. Pero a veces, la verdadera tragedia no es como se muere sino como se vive. Rehenes de la pobreza, la corrupción, la negligencia, la incapacidad de nuestras autoridades, sin libertad, sin justicia ni dignidad. Victimas de nuestra propia pereza, indiferencia y falta de solidaridad.
Ese déficit de conciencia y participación ciudadana es el pútrido sustrato que nutre las raíces del longevo y prolífico árbol de la corrupción. Jamás escasean sus frutos en el jardín donde jugamos al espejismo de las formas llamado democracia. Cuyas reglas reinventan a su acomodo los amos del poder cada cierto tiempo, para hacernos creer o que continuemos haciéndolo, que los cambios que anhelamos sólo son posibles si ellos, los privilegiados de siempre, pueden seguir alternándose la ocupación del trono mayor en ese reino de ficción llamado Estado. Como toda paradoja siempre está presente aquí no podía faltar una: los frutos de ese árbol son dulces para pocos, amargos para los muchos, aún así, la gran mayoría, si no es que todos, participan de su cosecha.
No postulo recurrir a protestas que alteran el orden público, tampoco las descarto, a veces por necesarias, pues sólo dividen a los perjudicados por los problemas, afectando a quienes ninguna capacidad para resolverlos tienen. Pero hay tantas o más formas creativas de protestar y manifestarse como problemas a resolver. Ejemplo, un color puede ser portador contundente de significado y símbolo: la marea roja de la selección nacional de fútbol, es prueba de ello y el blanco civilista que simbolizó la lucha contra la dictadura militar hace 25 años también. Será que en el camino olvidamos los principios y valores que hoy requerimos para generar una marea de dignidad ciudadana, tanto más necesaria en la hora actual. Aunque la protesta cívica, lo sé por experiencia y es de rigor decirlo, en un contexto donde la mayoría opta por la holgazanería moral puede ser una experiencia solitaria. No subestimemos su impacto y la fortaleza que brindan a las causas la participación de los convocados.
En un conversatorio sobre la Ley de Cultura, donde al final ya no quedaba en el recinto más que una tercera parte del público, se habló de ella en términos de herramienta, en tanto sirve para construir identidad, arraigo, querencia al terruño; instrumento, en tanto es útil para calibrar nuestro potencial y debilidades; y proceso en tanto puede ser el mecanismo necesario para repensarnos, reunirnos, autodefinirnos como agentes activos en la construcción de comunidades con y desde una visión ciudadana comprometida con la transformación positiva de ese mundo cotidiano en que estamos insertos. La ley de Cultura es simultáneamente todo eso y más, porque la materia que regula tiene una transversalidad que le permite estar día a día en todo, dando sentido y pertinencia sin perder el propio. Eso es la cultura y su patrimonio: vida cotidiana. Parafraseando a Diógenes de la Rosa cuando se refería a la historia, no como disciplina sino como obra del hombre… “la cultura es vivencia y tarea”.
Es fundamental defenderla y a todos nos toca parte en esa gran tarea de organizarnos: creando, proponiendo, divulgando, instruyendo y aprendiendo. Ejercer responsables liderazgos comunitarios es impostergable, la Ley de Cultura sólo es pertinente y necesaria si somos capaces de generar una nueva cultura de compromiso y participación ciudadana que rompa los esquemas de pasividad que promueven, legitiman y perpetúan la acriticidad, la abulia e inercia política ciudadana.