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Panamá y su mentira

viernes 08 de junio de 2012 Panamá está de moda entre inversionistas. Se vende un país próspero, en crecimiento económico imparable... un lugar de oportunidades. Laura Avellaneda no opina igual... la realidad del país es de alto voltaje, con graves riesgos para el sistema democrático y una ciudadanía desmovilizada que deja hacer a un presidente autoritario y caprichoso. Esta es Panamá y su mentira.

Por Laura Avellaneda

Empezaré diciendo que adoro mi país. Es celeste y de sol brillante, con vientos eróticos en verano y un verde intenso en la estación lluviosa. Rico en ritmos y colores, Panamá es un paraíso tropical con costas inmensas y montañas frescas.

Lo segundo que diré -y es aquí donde la cosa empieza a ponerse gris- es que no voté por [el actual presidente] Ricardo Martinelli. De hecho, voté en blanco en las últimas elecciones porque sentía que no había opciones.

De todos modos -y con un apabullante 60%- Martinelli ganó la silla presidencial. Empezó derrumbando edificios ilegalmente construidos en una codiciada zona turística de la capital y tenía a muchos entusiasmados con la notable velocidad de sus decisiones y sus promesas de cambio.

Martinelli, para quien no tiene idea del personaje, es un empresario panameño de mirada torva y vocabulario pobre que no duda un instante en utilizar su cuenta en twitter para “desahogarse” (al mejor estilo uribista). A través de la conocida red social ha insultado a opositores y despidió a su vicepresidente, Juan Carlos Varela.

Quienes conocen algo de su pasado cuentan, en voz baja, cómo su familia compró un buen puñado de hectáreas en el interior por menos de 400 dólares. Otros llaman la atención sobre el hecho de que justo cuando Panamá enfrentaba su peor crisis socioeconómica y política -a fines de los 80, con Manuel Antonio Noriega en el poder- Martinelli hacía prosperar su negocio más conocido: los Super 99.

Las alarmas empezaron a encenderse para los “más sensibles” -entiéndase, defensores de derechos humanos- cuando su ministro de Seguridad, José Raúl Mulino, dijo durante una visita a una hacinada cárcel de la capital panameña que la Policía tenía permiso de “tirar a matar” si algún reo intentaba escaparse. Sus palabras generaron algunas reacciones tibias, claro, porque después de todo: ¿a quién le importan los presos?

Las cosas empezaron a cambiar a partir de julio de 2010. Miles de trabajadores bananeros empezaron una huelga en la ciudad de Changuinola, Bocas del Toro, en protesta por unas reformas al Código de Trabajo que vulneraban el derecho a la sindicalización. Lo que empezó siendo una protesta más o menos tranquila terminó convirtiéndose en una batalla campal entre obreros y policías antidisturbios, en la que perdieron la vida los más débiles, por supuesto. Al menos dos trabajadores -Carlos Smith y Virgilio Castillo- fallecieron durante las protestas como consecuencia de las heridas recibidas por uniformados, y en varios informes se dejó constancia de que la Policía Nacional había usado fuerza exagerada.

Mulino volvió a ser centro de atención entonces. A los medios dijo que los trabajadores que protestaron no eran más que “borrachos”y, ante los centenares de heridos por perdigonazos en el rostro, algún funcionario leal y brillante se atrevió a decir que fueron los obreros quienes se agacharon para quedar justo en la línea de tiro...

Seis meses después murieron, asfixiados y quemados, seis jóvenes que cumplían condena en la cárcel para adolescentes de la capital. Las investigaciones han revelado que -otra vez- la Policía Nacional actuó de forma indebida lo que, dicho sencillo, significa que los dejaron morir.

Vivir el gobierno de Martinelli no ha sido fácil. De hecho, se vive en constante sobresalto. Impulsivo y creyente fiel de que los votos le dieron el poder absoluto para mandar, ante las sugerencias o críticas, él y sus funcionarios han repetido que la sociedad pretende “cogobernar”.

El de Martinelli es un gobierno sin conciencia de lo que significan los derechos humanos y la vida digna

La oposición a su gobierno ha crecido porque -hay que admitirlo- ahora se ha metido con el poder económico y con la vaca sagrada de la libertad de expresión. Más allá de las razones politiqueras y partidistas, sectores vinculados a la defensa del ambiente aseguran, por ejemplo, que son los intereses económicos los que están primando y por ello, por ejemplo:

  1. Se están dando concesiones hidroeléctricas a diestra y siniestra, sin medir científicamente la capacidad hídrica de las cuencas;

  2. se está permitiendo la minería a cielo abierto pese a los daños ambientales y sociales a largo plazo;

  3. se están dejando sin efecto resoluciones que declaraban áreas protegidas a zonas de manglares para permitir así el desarrollo inmobiliario y,

  4. se está comprometiendo el estatus de Patrimonio de la Humanidad de varios sitios históricos como Panamá La Vieja, Fuerte San Lorenzo, Portobelo y el Casco Viejo, porque el gobierno está empeñado en construir carreteras que vulneran su valor o, sencillamente, no está invirtiendo en la conservación de estos sitios.

El de Martinelli es un gobierno sin conciencia de lo que significan los derechos humanos y la vida digna. Como en el resto de los países de Latinoamérica, desprecia a los grupos indígenas y sus ideales de vida. Como “políticas sociales” mantiene una serie de programas de bonos o subsidios sin garantía de persistir porque son utilizados como armas de campaña y no responden a políticas de Estado.

Por si fuera poco, las nuevas generaciones parecen estar condenadas a recibir la misma mala educación que pervive desde hace 40 años, sin perspectivas reales de cambio, porque en el Ministerio de Educación se ha nombrado una ministra creyente en la más conservadora de las líneas de la iglesia Católica. ¿La consecuencia? No ha sido posible implementar una educación sexual integral y científica, y los casos de embarazos precoces y prevalencia de VIH e infecciones de transmisión sexual continúan en aumento.

Quizás lo más grave es que el sistema educativo panameño no educa, tan solo instruye, y está afanado en capacitar para llenar las vacantes que requiere el mercado.

La última gran estocada del gobierno de Martinelli ha sido el veto total del proyecto de ley para impulsar la cultura del país. Pese a los años de consulta y al hecho de que la representante del área del Ejecutivo estuvo en la discusión, Martinelli rechazó la ley y, con ello, la posibilidad de invertir más recursos en un sector que, si sobrevive, es por las ganas y el ahínco de quienes piensan, escriben, cantan, dibujan, bailan y promueven las artes en general.

Vivir el gobierno de Martinelli no ha sido fácil, lo repito. Soy una mujer criada en dictadura -según me dicen, porque nunca fui consciente de aquello sino hasta que vino Estados Unidos y nos dejó caer bombazos, fuego y muerte- que siente temor por lo que ocurre y por lo que podría pasar. Porque Martinelli piensa que la “democracia es continuidad” -y arenga a las masas diciéndoles que si [su partido político] Cambio Democrático no sigue más allá del 2014 perderemos la beca universal y la mochila gratis, y el subsidio a los viejitos que nunca cotizaron, y el ángel guardían para los discapacitados-, porque piensa que crecimiento es desarrollo, porque es avaricioso, derrochador de los dineros del Estado, ultrasensible a las críticas y autoritario, como siempre se supo que era en sus supermercados.

El presidente panameño se ha asegurado no solo de tener el poder presidencial sino el control de la Asamblea de Diputados y de la Corte Suprema de Justicia. En este país, además, protestar en la calle es motivo de cárcel.

La cosa, sin embargo, no sería “tan” grave si existiera conciencia social. Pero resulta que, ya sea porque estamos demasiado ocupados ganándonos el pan o, peor aún, porque la “educación” nos ha vuelto masa indiferente- el panameño no protesta, no exige, no se moviliza. Y cuando otros lo hacen, casi siempre el gobierno se encarga de decir que tan solo son “maleantes”, “borrachos”; “comunistas” o “cuatro gatos” con intereses oscuros y particulares.

Los ciudadanos, mientras tanto, asienten.

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